lunes

Teo 2

Muchos meses había pasado sin ánimos para volver a escuchar a Chopin, Ravel o Beethoven; pero esa noche se durmió con baladas y nocturnos para piano y guitarra que, en la lista de internet, seguían al Bolero. Una victoria pírrica, tal vez, frente a la nada que tanto insistía en inmovilizarlo. Dormía plácidamente acompañado de Ana Vidovic, un ángel balcánico que interpretaba La Catedral, de Agustín Barrios, y el aplauso del recital se convertía, por las reglas del sueño, en un sereno aguacero, de esos que arrullan... Supo que todavía no eran las tres de la mañana, por la extraña llamada telefónica que entró en ese momento. Era una voz femenina quebrantada por un llanto ahogado y angustioso; una voz que hacía meses no escuchaba, y cuya dueña había sido receptora de una obsecada devoción, por la cual había tomado decisiones trascendentales, al mejor estilo de un apostador enfermizo que dobla al todo o nada.

-¡Teo! ¡Teo! ¡Estoy muy mal!
-¿Qué...

Trató de formular una torpe y somnolienta pregunta, pero la voz continuó con su llanto convulso:

-Estoy muy mal, Teo... ¿Puedo, puedo ir... a dormir... Puedo ir a dormir a su casa...?

Teo pensó que no era apropiado mencionar la famosa parábola que acudió a su mente, y contestó con suavidad, que sí, que se calmara un poco y que la esperaba... La placidez del aguacero musical había sido trocada por una agitación preocupada, capaz de crear mil escenarios de peligro que dieran lugar a tan inesperada petición; pero, por lo que la había conocido, y la forma en que ella terminó la llamada, podía pensar que tal vez no vendría. Sin embargo, ya no podía quedarse tranquilo; se sentía obligado a esperar una segunda llamada, una confirmación...

Media hora después, la llamó, sin respuesta. Iba a volver a marcar, cuando recibió un mensaje, en el cual, como lo llegó a adivinar, no confirmaba que iría, sino que avisaba de una futura confirmación: en un rato te llamo, en medio de varias expresiones que reiteraban lo mal que estaba.

Contestó el mensaje y salió a buscar un cigarrillo en la chaza del hospital -junto a la unidad residencial en la que vivía-, con la expectativa de tranquilizarse un poco y saber esperar la llamada anunciada. Sirvió un tinto frío, que había quedado de la tarde, ya que el sueño se le había ido, y lo acompañó con el cigarrillo barato que acababa de comprar.

Una hora después del último mensaje, le volvió a escribir: "imagino que ya solucionaste algo... Me voy a acostar... Si vienes, llámame...". Y, sin música de fondo, se entregó a sus cobijas.

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