sábado

Aprendiendo la lentitud

Caminaba lentamente por aquellas calles que había disfrutado como niño cuando iba con su hija desde el colegio hasta la casa, y su dulce voz lo invitaba a jugar saltando cada bache, cada tapa de alcantarillado, cada muro, gritando: ¡poder! 

¡Ella había crecido tanto en tan poco tiempo, y llevaba ya tres años sin abrazarla...!

Sus recuerdos pasaban como un videoclip en un televisor lejano, y esa distancia le ayudaba a contener las lágrimas represadas en la garganta.

 Esa era la razón de su lentitud.

Avanzaba como sin mirar, ni tocar nada, embebido en el jazz de la radio. A cada paso, sin siquiera pensarlo, sobrevivía a las motos que, no contentas con las calles, se tomaban, a toda velocidad, las aceras. Así es más tranquilo caminar por este pueblo, sin el pasado ardiendo en los ojos, ni el presente amedrentando el paso; aquella lentitud le daba un aire de poder que inspiraba respeto.

El parque principal, lleno de mercachifles, culebreros, artistas, niños, palomas y ruido tan alto que sobrepujaba la música de sus audífonos, le generaba tal incomodidad que casi acelera su paso; pero prefirió no hacerlo para que no aparecieran imágenes, antaño felices, de su niña persiguiendo palomas inalcanzables. Continuó su recorrido hacia ninguna parte, mientras daban las ocho para arrimar a Lukas Arte, donde le esperaban largas conversaciones, cervezas y poesía.

Lento y flotante llegó al café. 

Pidió una cerveza. 

Tomó dos tragos. 

Salió a fumar.

El humo entraba lentamente por su garganta y salía por la nariz, en ese acto mágico que tanto asombro le producía en su infancia cuando su padre aún fumaba. Lo hacía muy lentamente, como si flotara junto a la puerta del café, como si la música estuviera más lejos que el cielo de verano en el que brillaban la Luna, la Cruz del Sur y Venus. Sentía que hacía parte de ese cielo, mucho más que de aquellas calles oscuras y amenazantes para quienes no las conocen.

Dos cigarrillos y varias canciones después, llegó la amiga que necesitaba para aterrizar sintiéndose seguro. Era como un solecito que entibiaba la estrechez del zaguán que es Lukas.

Más tarde, en casa de ella, mientras trabajaban en un escrito por encargo, el cielo que ambos eran se llenó de palabras sencillas, suaves, mágicas, formando un recital poético del que solo ellos hacían parte, cada vez que ideaban una nueva forma de comprender los fenómenos de la vida y el devenir, a la manera de los antiguos, al compás de los grillos que de cuando en cuando detenían sus canciones para no ser hallados por los gatos, cuyo instinto salvaje revive cada noche.